Homenaje publicado en 1992 en la Revista Cultura. Reeditado en la Revista Prisma Nº 4, 2006.
Conocí a un hombre que logró la infrecuente y metafórica hazaña de hacer coincidir el día y la hora de su nacimiento con el día y hora de su muerte: un 24 de diciembre, a las cuatro menos cuarto de la tarde.
Entre una fecha y otra mediaron 66 años.
Una vida en que, con precisión matemática, el círculo fue iniciado y cerrado con la minuciosidad de un relojero.
Con su muerte, este amigo nos dejó —en vísperas de la Nochebuena del pasado año— esa rara sensación de perplejidad y asombro que producen los hechos destinados a demostramos que hay una razón que escapa a la razón y que rige los destinos.
Jorge Michel fue poeta, foguista de barcos, contador de cuentos, cantante aficionado de tangos, publicitario, guionista de cine, ferroviario y, sobre todo, escultor.
Todas estas actividades —aparentemente inconexas corte sí— guardan, sin embargo, una honda y acaso secreta coherencia: la construcción de una aventura.
Amaba la piedra, seguramente porque tenía que dominarla: en su impenetrabilidad, en su silencio, en su dureza, en su enigma.
"Michel" (como lo llamábamos) era una mezcla de Conrad y de Brancusi, de Hemingway y de Cioran. Un escéptico, apasionado por el sentido explorador de la existencia, vivió en un apretado contacto con los 4 elementos: la tierra. el fuego, el agua y el aire.
En su taller de escultura de la calle Herrera, con su deliberado atuendo de "laburante", concebía y plasmaba él mismo las más puras, refinadas y sensuales formas, muchas veces provistas de un mordaz sentido del humor. Había descubierto, además, cómo convertir un mueble en una escultura... o una escultura en un mueble... Qué vulnerables son los límites cuando la imaginación es ilimitada.
Amaba la piedra, seguramente porque tenía que dominarla: en su impenetrabilidad, en su silencio, en su dureza, en su enigma.
Conjeturamos que, por motivos similares, se desvivía también por los grandes troncos que eran otros monstruos, transportables tan sólo por medio de grúas, y que había que dominar.
Su elección de la escultura —y por ende, de la tridimensionalidad— como forma de expresión, implicaba, entre otras cosas, una mayúscula sed de inmortalidad: esa manera tan propia de los artistas de oponerse a los estragos del tiempo. Asimismo, la posibilidad de hacer de una cosa mil cosas, según el ángulo de visión y la rotación del ojo alrededor de la obra.
Esto le daba un sentido lúdico a su trabajo, y una pluralidad que respondía a su dinamismo innato, a un apasionamiento que estaba tanto en el estallido de sus ideas, como en su puesta en práctica.
Era racional y muy sensual a la vez, y esos rasgos personales eran transmitidos a sus obras.
La "carrera artística" lo tenía sin cuidados, en un país que no suele cuidar a sus artistas.
No participaba de los salones, ni le interesaban los concursos y casi no exponía (sus únicas exposiciones fueron al final de su vida: una retrospectiva en el Palais de Glace, de Buenos Aires, en 1986, y una muestra individual en Nueva York, en 1989). Descreía del valor de esas exhibiciones, de las críticas y de la opinión de sus pares.
Más allá de sus personalísimas esculturas, su obra más ingeniosa fue, seguramente, él mismo.
Como contador de historias, relataba episodios de sus innumerables viajes y anécdotas alucinantes que otros solían escribir (hasta Onetti lo hizo), pero que raras veces conservaban el tono que les impregnaba él.
La inventiva y el histrionismo de un narrador oral son prácticamente intransferibles al papel y eso él lo sabía, porque era, además, un lector voraz, inteligente y receptivo.
Actor innato, buen cocinero (como todo hedonista), impulsivo, violento, cáustico, provocador, carnal y mental, en sus últimos años de vida se emocionaba como un niño ante cosas que, antes, debían de parecerles fútiles: la ternura, los recuerdos felices, los pequeños grandes milagros de lo cotidiano que, prodigados por su mujer, Josefina Robirosa, ponían un rayo de luz en su enfermedad.
Acaso porque estaba entrando en otra dimensión, llegó —creemos— a abrir su alma.
Más allá de sus personalísimas esculturas, su obra más ingeniosa fue, seguramente, él mismo.
Al igual que ese capítulo final de su existencia, prefijado, esperado y preparado por él, con una íntima fiesta de cumpleaños, que tenía lugar mientras él ingresaba en su agonía.
Un "final de juego" muy a su manera...
En su dimensión iniciática, esa ceremonia tuvo un mensaje aleccionador, donde quedaba realmente demostrado que vida y muerte son lo mismo. La primera paradoja, y la última.
De revista Cultura, Buenos Aires, 1992.
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